Las tensiones sociales en los espacios públicos.
Breves reflexiones acerca de las formas de construcción de ciudadanía, y el ejercicio de la democracia.
Juan M. González Moras.*
1.- El abandono de lo público. Y lo público abandonado.
En Argentina existe un notable abandono económico, social y cultural de lo público; cimentado y desarrollado sobre diversas variables yuxtapuestas, y como un claro fruto de la imposición –lenta, progresiva y apabullante- de un sentido común que, ante todo, tiende a oponer, en posiciones irreductibles, lo público y lo privado. Ello, al margen de que nuestras instituciones han formado parte del derrotero ideológico (histórico) que estableció y desarrolló un derecho público basado en el paradigma de la confrontación entre propiedad privada y pública, y que moldeó –a partir de allí- el debate y las regulaciones en torno a las clásicas formas de intervención administrativa (obras y servicios públicos; poder de policía; dominio público). Sin perjuicio de ello, lo cierto es que lo público (la intervención estatal en la infraestructura económica en general y, en particular, en materia de obras y servicios públicos), ha sido la clave –primero- para la unificación y desarrollo económico del país entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX; y –luego- el instrumento de igualación, reconocimiento y ampliación de derechos y movilidad social de los sectores oprimidos y vulnerables, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Lo público en Argentina, lejos de constituirse en una cuestión teórica, se halla en el corazón y pulso del ser y la sociabilidad nacional.[1]
Aun así, nos encontramos con un evidente deterioro de la infraestructura, un desapego social generalizado por los bienes comunes y entornos naturales (cauces de ríos y arroyos; humedales; pastizales; bosques; aguas subterráneas; la misma tierra rural por el monocultivo y los agroquímicos; etc.); y con un fenómeno secutirario (o de administración de la inseguridad) que amenaza a quienes transitan o habitan los espacios públicos.[2] No siendo este el lugar apropiado para discutir sus múltiples y profundas causas, lo cierto es que podemos afirmar que, desde hace décadas (con especial énfasis a partir de los albores de los años 90), en nuestro país se ha instalado, sin solución de continuidad, la confrontación entre lo público y lo privado. Lo público, en este imaginario, pasó a ser viejo, malo, pobre, caro, inseguro, decadente, inútil, sobreabundante, subsidiario, etc.[3] Lo privado, como horizonte cultural, pasó a ser lo deseado y deseable. Barrios cerrados y countrys; educación privada; salud privada; seguridad privada; desarrollo inmobiliario –urbano y suburbano- privado; jubilación privada; playas privadas; cementerios privados; y podríamos seguir con el largo catálogo.[4]
Idea o imaginario de lo privado que está asentada en la falacia de que no se toca, roza ni relaciona con lo público y lo común. Lo común y lo público, se cancelan; y son pretendidamente sustituidos por lo privado. Como si ello, en efecto, pudiera lograrse. Como si pudiera –imaginariamente- admitirse y verificarse que lo público y lo común –en su sentido más amplio- no se ven o resultan afectados. Y con ello, todos aquellos que no acceden a los bienes privados sustitutivos de los públicos. Confundiéndose, además, en esas falsas disyuntivas, primero lo común con lo público; y, luego, lo público con lo estatal. Idea de lo privado que, en definitiva, está asentada en una falacia de corte inmunitario: lo privado resulta ajeno y disociado respecto de lo común y lo público.[5] Lo público, en concreto, se verá como un avance indebido frente a lo privado. Y lo común, se confundirá mayormente con lo público (estatal).
Lo que en realidad ocurre es que lo público y lo común –en su sentido más amplio- se ven, al revés, tremendamente afectados por el avance de lo privado. De la idea de lo apropiable y excluyente. En primer lugar, por el abuso del y al ambiente (y los recursos de uso común), ya que se pensarán y autorizarán obras (públicas y privadas) que, a partir de la falsa idea de separación (física y cultural) de las infraestructuras públicas y privadas, forzarán la utilización de espacios, entornos y territorios, para usos y destinos para los que no resultan aptos. Despliegues territoriales que se desentienden de la alteridad. Enclaves que dirigirán sus miradas para adentro, sin afuera, sin conexión con el espacio público. El ejemplo paradigmático, y que tenemos acá cerca, puede ser el de la proliferación de urbanizaciones y barrios cerrados sobre la cuenca del río Luján y el Delta del Tigre, en la provincia de Buenos Aires.[6] Ni qué hablar de los desmontes y quemas para la ampliación de la frontera agrícola (fundamentalmente para el monocultivo); de la contaminación de los cursos de aguas superficiales y subterráneas; de la quema a cielo abierto de basurales; del uso indiscriminado e incontrolado de pesticidas y agroquímicos; de la falta de control de la pesca; de la falta de control sobre la minería y la explotación de hidrocarburos; y un largo etc. Ninguno de esos bienes afectados (aire, acuíferos superficiales y subterráneos, bosques, humedales, tierras rurales, etc.) son –en su esencia y en su condición natural- públicos o privados. Son, en realidad, comunes, más allá de su concreto estatuto jurídico. En segundo lugar, nos encontramos con un altísimo grado de improvisación y de falta de inversión adecuada en infraestructura (caminos y rutas; puertos; en salud y educación; en ferrocarriles; en telecomunicaciones; etc.), a lo largo de todo el país.
El abandono de lo público y la reivindicación de lo privado conduce, y retroalimenta, al mayor deterioro de lo público. Y de las comunidades. Nos desentiende –como comunidad- de la importancia vital de la planificación y del cuidado de lo común, y lo público, bajo la falsa idea o premisa de que no nos falta (o que nos sobra), o ya no nos sirve.
Falsa idea que instala –culturalmente- que, en realidad, para desarrollarnos, basta con acceder a los bienes y servicios privados. Quien pueda lograrlo, se salva de la debacle de lo público. Cuando, en realidad, insistimos, no existen bienes o servicios privados que no se asienten y descansen sobre bienes públicos (naturales y artificiales), que terminan siendo usados y abusados en el afán de lograr su ansiada desvinculación o separación.
- Las tensiones sociales en los espacios públicos. Ciudadanía y ejercicio de la democracia.
Los espacios públicos, y los llamados “recursos de uso común”[7], son presupuestos elementales para la igualación social y la construcción política de ciudadanía. En éstos incluimos, desde ya, a los bienes públicos en sentido estricto (bienes del dominio público natural o artificial), y a los bienes comunes, que pueden ser públicos o privados (del Estado o los particulares) pero que, por su implicancia ambiental o su destino, tiene incidencia colectiva (bosques nativos, humedales, infraestructura privada de uso público como las escuelas, instituciones de salud, supermercados, etc.) Desde ya, entre todos ellos, los bienes del dominio público, por su destino de uso común por la colectividad, son los que tienen un rol fundamental.[8]
Así como el servicio público provee a la población del acceso a bienes públicos de manera directa (agua, saneamiento, electricidad, gas, transporte, telecomunicaciones, etc.), y garantiza –indirectamente- la posibilidad de que otros derechos sean efectivos (a trabajar; a tener una vivienda digna; a estudiar y desarrollarnos culturalmente; etc.), en el uso de los bienes del demanio todos tenemos derecho a compartir, en condiciones de igualdad y no discriminación, las cosas y los bienes comunes y públicos (ambiente; infraestructuras; patrimonios culturales; etc.) Por ello, indudablemente, los espacios públicos y los recursos de uso común, constituyen el marco o sustrato material de la construcción política de la ciudadanía. Y el escenario natural de las tensiones que ello genera. Resultando esenciales –por ello- para el ejercicio de la democracia.[9]
El espacio público, en efecto, es el escenario donde quedan expuestas las enormes desigualdades que existen en nuestra sociedad. Desigualdades económicas, sociales, de género, raciales, demográficas, en el acceso a los recursos naturales y a la infraestructura, al patrimonio cultural, etc. Así es como aparece –por ejemplo- la tensión permanente entre el tránsito, y la movilidad en general, y la utilización de las calles, plazas y rutas como escenario de todo tipo de manifestaciones comunitarias y colectivas. Desde protestas y reclamos (tanto al Estado como hacia la sociedad o entre particulares); pasando por festejos o reivindicaciones populares (desde un triunfo deportivo a una gesta política o una fecha patria; a las manifestaciones o marchas por la igualdad de género y contra las formas de violencia patriarcal; o de poblaciones originarias); duelos masivos ante la muerte de figuras públicas; hasta la simple apropiación colectiva de espacios públicos para la recreación (en parques, plazas, costaneras, playas, monumentos, o simples calles que se transforman, de manera permanente o no, en peatonales), que en muchas ocasiones no han sido pensados para ello.[10]
Tensiones que se trasladan a la planificación urbana y rural, en tanto surgen impedimentos para el libre acceso al uso de determinados bienes (lagos y lagunas, playas y riberas, etc.); alteraciones de paisajes y ecosistemas por la autorización de construcciones o la habilitación de actividades económicas. O que, directamente, implican sustraer determinados conglomerados de la circulación y el uso de los servicios urbanos comunes, como en el caso de los barrios cerrados, bajo cualquiera de sus modalidades conocidas (country; club de campo; barrios cerrados; condominios; etc.) Situación que altera las formas de suministrar los servicios públicos básicos y esenciales (alumbrado y limpieza; saneamiento; seguridad; educación; transito; etc.), y establece distinciones o discriminaciones entre quienes pueden o no acceder a este tipo de urbanizaciones. Lo mismo puede señalarse de los cementerios públicos y privados; de los servicios de salud públicos y privados; de la educación pública y privada; de las playas públicas y privadas; de los puertos públicos y privados; y un largo etcétera.
Por lo demás, y sumado a estas formas de apropiación colectiva del espacio público y privado, aparecerá la ocupación espontánea de tierras (fiscales o privadas), en las cuales se terminarán asentando y formando comunidades y urbanizaciones precarias que, en principio, carecen de toda planificación, asistencia y servicios públicos básicos. Lo que termina por degradar –aún más- las condiciones de vida de una parte importante de la sociedad y por comprometer toda intención de preservación, uso racional y recomposición del ambiente.
Estas múltiples tensiones, que resultan en definitiva un correlato de las luchas por la apropiación social (como pertenencia comunitaria) del espacio público, no pueden en la actualidad resolverse echando mano –únicamente- a las clásicas herramientas jurídicas que el régimen del dominio público ha desarrollado. Es decir, no basta con poder desalojar el espacio público (a nivel nacional, con la Ley N°17.091[11]; con la aplicación de Códigos de Convivencia urbanos o viejas Ordenanzas municipales que no distingan y contemplen los múltiples usos que puedan desarrollarse sobre los mismos bienes; o, en definitiva, con la aplicación del art. 194 del Código Penal).[12]
En realidad, el tema es incluir y planificar. O planificar para incluir a los desplazados, y las diferencias y diversidades. El uso racional del espacio territorial (público y privado), el desarrollo habitacional urbano, con servicios públicos básicos y comunicaciones adecuadas, resulta crucial. Como, asimismo, pensar en bienes públicos que sean aptos para que la comunidad se los apropie en el uso; es decir, sienta no ya una propiedad que tomar sino una pertenencia común. Por ejemplo, con el sencillo recurso de dotar de libre conectividad al entorno digital, a las plazas y edificios públicos; o identificar los deportes y otras actividades recreativas que los distintos grupos etarios desarrollan (patinaje; skate; ciclismo; yoga; running o caminata; etc.); o acoplar espacios para el desarrollo de ferias (artesanales; de comidas o indumentaria) o de la economía popular; para los espectáculos; para apreciar paisajes o ecosistemas; o patrimonios culturales; y podríamos dar muchos otros ejemplos.
Vinculaciones que, creemos, son cada vez más esenciales para que los espacios públicos no reproduzcan escenarios de desplazamiento y exclusión social, y lograr que puedan ser –efectivamente- apropiados (sentidos como una pertenencia) por y para la comunidad.
Porque, reiteramos, los espacios públicos resultan fundamentales para asegurar a la comunidad el acceso, en condiciones de igualdad y no discriminación, a bienes públicos esenciales (sean éstos cosas o servicios). Y deben ser pensados en función, no sólo de los múltiples destinos que puedan tener los bienes públicos o colectivos implicados, sino también respecto de quienes serán sus usuarios.
La ciudadanía y la democracia de los espacios privados, cerrados, aislados, son sin dudas más vulnerables, más permeables a la manipulación, a la idea de confrontación con la alteridad, a su asimilación con los valores de lo propio y de lo ajeno.
La comunidad, y las personas que la integran, requieren para su sostenimiento, expresión y expansión, cada vez más, del indispensable acceso y uso de los espacios públicos y los recursos de uso común (públicos o privados; materiales e inmateriales); como, asimismo, del cuidado de los bienes comunes y colectivos que son su sustrato.
* Abogado por la Universidad Nacional de La Plata, Especialista en Gobierno Regional y Local por la Universidad de “Bologna” y Doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba. Profesor Adjunto regular de Derecho Administrativo de la Universidad de Buenos Aires.
[1] Por ello es que no puede llamar la atención que, en la actualidad, la titularización estatal de una actividad como servicio público a través de una publicatio (o calificación formal por parte del legislador), sea considerada por la Corte Suprema nacional como un medio o procedimiento para asegurar su prestación y, con ella, los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, estableciendo en este sentido que: “…las actividades o servicios esenciales para la sociedad, reservados a la titularidad pública mediante la calificación de servicio público, son aquellos cuyas prestaciones se consideran vitales e indispensables para el conjunto de los ciudadanos, con el fin de asegurar su prestación. Se trata de sectores y actividades esenciales para la comunidad pues en ellos los ciudadanos satisfacen el contenido sustancial de los derechos y libertades constitucionalmente protegidos…”, CSJN, causa FLP 8399/20l6/CSJ, “Centro de Estudios para la Promoción de la Igualdad y la Solidaridad y otros el Ministerio de Energía y Minería s/ amparo colectivo”, sentencia del 18 de agosto de 2016. Sobre esto nos hemos explayado en: González Moras, Juan M., “El servicio público como derecho social”, EDULP, 2017.
[2] Como ha observado Esteban Rodríguez Alzueta: “…La calle se ha vuelto otro espacio paradójico. Aun atestada de gente, sus espacios están cada vez más vacíos. El panorama suele ser desolador. Salimos a la calle para retornar rápidamente a los ambientes seguros y refugiarnos en la intimidad de grupos afines a nosotros. La calle es una zona de tránsito entre un contexto privado y otro contexto privado. Lo público es experimentado con fatalidad, como un contratiempo, una molestia, un obstáculo que hay que sortear rápidamente (…) El pasaje de la ciudad industrial a la ciudad financiera y comercial, que coincide, dicho sea de paso, con la transformación del estado social en un estado policial, es también el pasaje del medio ambiente al miedo al ambiente. El espacio público ya no es un espacio de encuentro, abierto y accidental. La vida a cielo abierto es experimentada con incertidumbre y temor. El otro es la vitrina del horror. El delito callejero es vivido con inmediatez…”, Rodríguez Alzueta, Esteban, “Vecinocracia. Olfato social y linchamientos”, Ed. EME (Estructura Mental a las Estrellas), La Plata, 2019, págs. 12 y 13.
[3] Ello, en un contexto mundial que muestra que: “…la nivelación o la uniformización general del espacio social, que se manifiesta tanto en el debilitamiento de la sociedad civil como en la decadencia de las fronteras nacionales, no indica que las desigualdades y las segmentaciones sociales hayan desaparecido. Por el contrario, en muchos aspectos se han hecho más profundas, pero han adquirido una forma diferente…” Lo cual ha generado una “…estrecha proximidad de poblaciones extremadamente desiguales, lo cual crea una situación de permanente peligro social y requiere que los poderosos aparatos de la sociedad de control aseguren la separación y garanticen el nuevo ordenamiento del espacio social. Las tendencias de la arquitectura urbana en las megalópolis del mundo demuestran un aspecto de estas nuevas segmentaciones…” Traduciéndose, en definitiva, en “…el fin de lo exterior, o más bien, la decadencia del espacio público que permitía la interacción social abierta y no programada…”, Hardt, Michael y Negri, Antonio, “imperio”, Paidos, Buenos Aires, 2002, pág. 308 y 309.
[4] Tal como se ha dicho: “…En una sociedad con una estructura social desigual, cuando los extremos se polarizan, la brecha social tiende a transformarse en una recha espacial. La desigualdad social se traduce en segregación urbana, y la segregación fragmenta la ciudad. Los sectores más altos se autosegregan, abandonan la ciudad para refugiarse en las urbanizaciones privadas, mientras se excluyen y compartimentan a los sectores marginados y precarizados… mientras el autoconfinamiento de las clases altas será experimentado como una forma de libertad, llevar una vida libre, segura, dedicada a la naturaleza y a la familia; el confinamiento de los sectores más pobres, por el contrario, será vivido con inseguridad y restricción, como un modo de vida inmovilizado, que tiende a fijar a las personas que luego se transforman en el blanco de otros actores locales…”, Rodríguez Alzueta, Esteban, “Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno”, Futuro Anterior, Buenos Aires, 2014, pág. 62 y 63.
[5] Ver sobre esto: Esposito, Roberto, “Immunitas. Protección y negación de la vida.”, Amorrortu editores, Buenos Aires, 2005.
[6] Tal como se ha afirmado: “…La instauración del urbanismo neoliberal implicó un aumento en la demanda por el uso del suelo en la periferia metropolitana, dado que allí las extensiones del suelo permitían su instalación para replicar los patrones urbanos globales; además, al estar desvalorizadas tenían bajo o nulo costo económico. En tierras bajas podía reterritorializarse el estilo americano mediante el modelo country. Esto tuvo por efecto el desplazamiento poblacional de sectores medios y bajos ligado a los procesos de urbanización o hábitat popular (Pírez, 2012) que habían comandado la modalidad de producción urbana en las décadas anteriores. En el caso de Tigre, parte de esta urbanización popular se había instalado en áreas inundables o en sus cercanías, de manera que el avance de la reterritorialización del urbanismo neoliberal comienza a desterritorializarlas, desplazándolas o degradando sus condiciones de vida al transformar el territorio. Se genera una fragmentación y segmentación del espacio de acuerdo con los sectores/estratos económicos, que permitirá determinar las distintas zonas socioambientales así como la distribución desigual de beneficios-externalidades, impactos sociales, ambientales y económicos. Los sectores ligados al hábitat popular verán sus condiciones de existencia deterioradas y sus ecosistemas degradados (Ríos, 2017; Pintos, 2015). Este proceso fue posibilitado por la convergencia de sectores gubernamentales y privados en el interés de transformar esa gran cantidad de tierras consideradas bañados, improductivas o baldías en un negocio urbano, logrado a partir del cambio del régimen de zonificación de rural a urbano (Ríos y Pírez, 2008). La innovativa técnica del relleno de estas tierras inundables permite elevar el nivel de cota del terreno, cumpliendo con las normativas legales del Decreto de Ley Nº 8.912. Además, viabiliza la diferenciación del proceso de producción y del producto ofrecido en el mercado, garantizando transformar el espacio de acuerdo con el diseño de la urbanización. Este es otro aspecto fundamental del proceso, el desarrollo tecnológico vinculado al diseño urbanístico, arquitectónico y paisajístico que garantiza la producción de naturaleza, cada vez más mediatizada, especializada y sofisticada (Ríos, 2017). Esto posibilita la captura de una renta natural resultante de la nueva ecuación “Verde+Agua”…”, conf. Astelarra, Sofía, “La miamización del delta del Tigre. Proceso de des-reterritorialización del urbanismo neoliberal en las islas.”, Revista AREA, 26(1), (Noviembre 2019 – Abril 2020), pág. 1-16. Disponible en: https://area.fadu.uba.ar/area-2601/astelarra2601/ Ver, también, sobre esta problemática: Ríos, Diego Martín, “Aguas turbias: los nuevos cuerpos de agua de las urbanizaciones cerradas de Buenos Aires (Argentina)”, en “Cuadernos de geografía” Revista Colombiana de Geografía, vol. 26, n.º 1 ene.-jun. de 2017, Bogotá, págs. 201-219. Disponible en http://dx.doi.org/10.15446/rcdg.v26n1.53846
[7] Respecto de los recursos de uso común (RUC), ver, por todos: Ostrom, Elinor, “El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de acción colectiva”, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.
[8] Ampliar en: González Moras, Juan M., “Bienes comunes y colectivos. Los desafíos actuales del dominio público estatal”, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2023.
[9] Ello, en tanto: “…el horizonte de la democracia no son los acuerdos sino los desacuerdos. La democracia es la posibilidad de practicar el disenso, señalar una distorsión, poner en común o hacer evidente soluciones vividas como problemas, denunciar circunstancias experimentadas como problemáticas o injustas. La democracia no es la fatalidad de tener que decir sí, sino la posibilidad de decir no. De allí que la democracia supone siempre la lucha por la democracia. La democracia supone abrir permanentemente ámbitos de manifestación pública, producir espacios de polémica o litigio para demostrar lo que es justo o, mejor dicho, lo que un sector social o un grupo entienden que es injusto… No hay democracia sin espacios de encuentro y expresión, sin esferas publicas donde presentar los problemas, ámbitos para peticionar a las autoridades, para poder compartir con los otros sectores de la sociedad los problemas que tienen los ciudadanos que se están manifestando. Esos espacios de encuentros son espacios pluridimensionales, en la medida en que no solo se trata de una esfera racional, sino también afectiva. Los debates no solo suponen intercambios de argumentos sino que suelen ser debates apasionados. Las pasiones son los insumos morales para sostener colectivamente procesos de manifestación pública. Pero son también espacios pluriactorales o heterogéneos, en la medida que participan actores con distintas concepciones del mundo, distintas creencias, distintos valores, distintos estilos de vida…”, Rodríguez Alzueta, Esteban, “La máquina de la inseguridad”, Ed. EME (Estructura Mental a las Estrellas), La Plata, 2016, pág. 227 a 230.
[10] Frente a lo cual debemos recordar que: “…El derecho a la protesta es el derecho a tener derechos, el derecho que llama a los otros derechos, puesto que nos permite hacer valer los otros derechos que tenemos. El derecho a peticionar a las autoridades en espacios públicos es la posibilidad de interpelar y hacer valer otros derechos, de expandir la ciudadanía, de hacer provechoso los estándares jurídicos internacionales que la Constitución incorporo como derecho propio. El derecho a la protesta es la herramienta jurídica para actualizar los derechos humanos, para hacer valer esos estándares internacionales reconocidos por los estados nacionales… es un derecho constitutivo de las democracias…” y es también la instancia para interpelar “…al resto de la sociedad, enterándola de sus problemas, compartiendo el punto de vista sobre determinadas situaciones…” que se experimentan como injustas; conf. Rodríguez Alzueta, Esteban, “La máquina de la inseguridad”, pág. 240 y 241.
[11] La ley N°17.091 establece un régimen especial de restitución de inmuebles cedidos por contratos de concesión por parte del Estado nacional.
[12] El mencionado art. 194 del Código Penal establece que: “El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años.”